Como toda escritora sufrida, freudiana y cliché, yo también tuve mi infancia traumática, mi adolescencia conflictiva y mi madurez prematura. Sobre todo, la infancia traumática. Entre cuestiones familiares complicadas, el autoestima por el piso y la soledad de mis días escolares puedo hacer llorar a cualquiera. Gracias a la remarcable capacidad represiva de mi inconsciente, a las hormonas que me modificaron el cuerpo un poco tarde y un poco temprano y a mi inteligencia superior, esta situación giró 180º, y además de ponerme de cabeza, casi mágicamente me desprendí de ese pasado lamentable para ser quien hoy les escribe, como ya les conté anteriormente.
Y yo era feliz viviendo mi vida recientemente adquirida, hasta que hoy a la mañana ví en Facebook una solicitud de amistad de una de las chicas que me aterrorizó cuatro años de mi pre pubertad. Fue inevitable que mi memoria se disparara hacia rincones oscuros y cubiertos de polvo y recordara lo que me encargo de negar todos los días: yo no era así, yo no la pasé tan mal, yo no me esforcé tanto por revertir mi existencia. Pero, como siempre, fui más allá, y no sólo la acepté, sino que me reí de lo vacía y meaningless que es su rutina, y la de sus zorras compañeras que también se encargaron de frustrarme durante todo cuarto, quinto, sexto y séptimo grado, y la comparé con la mía, que hoy es tan hermosa que asusta. Y supongo que ellas se llevarán una sorpresa bastante agria al descubrir que ya no soy la nena traumadita y obesa que era, y que hoy no me interesa odiarlas, sino que tranquilamente podría darles lecciones de vida. Y de moda, porque, my God, están arruinadas chicas.
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