Esta entrada está especialmente escrita para quienes me siguen en Twitter (los que no, mátense por precoces) y no entendieron estos aparentemente random tweets.
Llegué a ese colegio en el 2000, cuando pretendía empezar cuarto grado. Como les conté en entradas anteriores, existían miles de factores que me convertían en la punching ball del curso: era la nueva, era un cachalote despeinado y poco agraciado de desmedidas proporciones y, por sobre todo, era una nerd incurable en potencia. Desde jardín llamaba la atención por mi agudez mental, mi desenvoltura para con los adultos y mis conocimientos sobre prácticamente todo, por no decir todo. Estaba acostumbrada a ser la nena inteligente de la clase, la que tomaba como único ejercicio levantar la mano frenéticamente cuando la señorita hacia una pregunta, a la que sus compañeros admiraban y pedían apoyo escolar. Y estaba comodísima con mi rol, y planificaba ocuparlo también en este nuevo colegio. Pero no tomé en cuenta algo esencial: ese puesto estaba ocupado por quien sería mi archienemigo por casi cuatro años. Martín, el flacucho freak de los dinosaurios y la letra ilegible.
Durante ese lapso, tuvimos batallas increíbles. Literalmente, nos matábamos. Nos mirábamos con recelo durante las clases, gritábamos las respuestas antes que el otro las contestara y antes que la profesora terminara de formularlas, nos mofábamos con infinita maldad del otro cuando sacaba una calificación inferior (aunque fuera un 9.50 sobre un 10 del otro, porque la realidad es que nunca variaban más de eso) y todos los etcéteras que se les ocurra. Pero Martín siempre me ganó en algo que siempre catalogué como competencia desleal. Me refiero, claramente, a las clases de Educación Física. Él era sumamente ágil y veloz, y yo, bueno, se imaginan. Pero como cerebritos supremos, no nos interesaba el desarrollo corporal, sino el intelectual. Y peleamos así por unos cuantos años, sin poder declarar un vencedor.
Hasta que llegó el día de la primavera de séptimo grado, en 2003. Martín se había hecho amigo de Vanesa, aka "dedos de alambre", quien era en ese momento mi mejor amiga, gracias a que Liliana, la seño, los había sentado juntos. Pueden creer que la muy traidora se queda hablando con él cuando lo cruzamos en el sector de las hamacas mientras paseábamos? Él le daba una explicación mediocre sobre la gravedad que hacía funcionar las mismas, y me metí en la conversación para humillarlo con mis conocimientos de Física. Después de un largo debate (sí, teníamos doce años) nos encontramos con que Vanesa se había ido, probablemente muerta del aburrimiento, y estábamos solos. Creo que ambos nos encogimos de hombros y pensamos "whatever". Ese día desarrollamos la teoría del Homo Inhabilis e intentamos hacer una analogía entre el fútbol y las estrategias de guerra medieval. Y me regaló un chupetín que conservé hasta el año pasado (sí, un asco).
El resto es historia. Fuimos amigos casi un año, 362 días exactamente, debido a que era un año bisiesto, ya que el 21 de septiembre de 2004 nos pusimos de novios en el cine "mirando" La Aldea. Estábamos en octavo grado, en otro colegio, pero como nuestras hermanas seguían concurriendo al anterior, solíamos ir a visitar a nuestras amigas las maestras y a contarles que sí, tenían razon, los que se pelean se aman.
Lástima que después de tres años, nuestra relación se estrelló, se quemó y quedó reducida a cenizas cual atentado terrorista o catástrofe nacional.
1 comentario:
No tengo idea sobre qué opinar sobre el final, e impulsivamente me es irrelevante. Muy buena historia, y lo mejor, muy bien contada. Atrapante. Interesante.
Los por qué´s del final son personales, casi imposibles de ver desde afuera.
Un beso.
PS: Un gusto seguirte en Tw ^^
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