Sé que una mujer que no sabe cocinar es el turn off más grande que existe. Es un cuestionamiento a la naturaleza de la construcción social (uy, un oximoron) femenina, un problema en los estándares que separan los roles en la pareja, una clara desventaja en la carrera de la reproducción. Que una mujer sabe cocinar se presupone, no se discute jamás. Y cuando no es el caso, nos paralizamos y no sabemos en que dirección correr.
Yo sigo exclamando que no sé ni me interesa aprender a cocinar. Que cuando viva sola tendré en marcado rápido el número del delivery, que mi futuro e hipotético marido se morirá de inanición, que mis hijos no conocerán la existencia de la comida casera, que mi suegra me susurrá maliciosamente que nunca podré satisfacer esa falencia. Sigo viendo como las mandíbulas ajenas se dislocan y como las miradas de reprobación me perforan.
Es que sí, acepto que es una carencia notable. Es una pieza faltante en mi condición de mujer. Imagínense un hombre al que no le guste el asado, que no maneje, que no le guste el fútbol, que no eructe ni maldiga cada tres minutos dieciocho segundos reloj.
Saben qué? De todos los chicos que alguna vez me gustaron en serio, a sólo uno le gustaba el fútbol. El resto lo despreciaba y creían que era incivilizado, aburrido o simplemente detestable. Y el que era simpatizante del balónpie, se planchaba el pelo y era vegetariano. Siempre hay un roto para un descosido.
Ah, y a mí me gusta el fútbol.
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